Cuando se habla de Éric Rohmer se acostumbra a aludir a un cine de carácter prosaico, donde la palabra tiene más peso que la imagen. Y sí, hay mucha verborrea en sus películas, pero en el mediometraje La boulangère de Monceau (1963) lo que se dice tiene interés precisamente cuando entra en consonancia con la imagen y con el tiempo, en cómo esta dicotomía, entrelazada, construye un todo.
París en blanco y negro, años 60. Y entra una voz en off prosaica, que subraya la imagen: avenida tal, imagen de la avenida; calle cual, imagen de la calle; tal tienda, ahí el letrero de la misma. Quien habla es el protagonista, un personaje de raíz bovariana, obsesionado con una mujer a la que pretende pero que sólo conoce de vista (la colisión entre realidad y expectativas crea su insatisfacción). Igual que nosotros, pues la cámara adopta el punto de vista del hombre.
París en blanco y negro, años 60. Y entra una voz en off prosaica, que subraya la imagen: avenida tal, imagen de la avenida; calle cual, imagen de la calle; tal tienda, ahí el letrero de la misma. Quien habla es el protagonista, un personaje de raíz bovariana, obsesionado con una mujer a la que pretende pero que sólo conoce de vista (la colisión entre realidad y expectativas crea su insatisfacción). Igual que nosotros, pues la cámara adopta el punto de vista del hombre.
De repente, el azar, y ambos se cruzan, se chocan. A partir de ahí él decide deambular por el barrio, de nuevo a la caza de otro encuentro con ella. Decide esperar.
Azar, espera y repetición: los tres ejes de este cuento moral del director de la nouvelle vague. A Rohmer le interesa el tiempo muerto, ese tiempo en el que aparentemente no sucede nada pero donde todo se revela. Se desvía la atención de la acción para centrarse en lo cotidiano. Por eso, la continua voz en off pasa a otro estado: deviene poética y el flujo de pensamientos del protagonista divaga, como lo hace su cuerpo por las calles. Hasta que decide cumplir con un ritual: entrar cada día en una panadería cercana a la casa de la mujer con la que está obsesionado. He aquí la repetición, una idea que conlleva transformación. Porque el protagonista entabla relación con la panadera y, a medida que ésta se estrecha, también lo hace el lenguaje cinematográfico: se pasa del plano-contraplano al discreto (corto) plano-secuencia con planos que reconcilian a los dos, a la pareja, en el mismo encuadre.
De nuevo, el azar. Cuando parecía que el protagonista había logrado una relación sentimental (aunque tachada por él como “error”), aparece la primera mujer, su obsesión (su “verdad”). Reaparece el bovarismo y desaparece la espera. Ambos se citan. Y se hace patente que el interés de Rohmer ha sido retratar la no-acción, retratar ese lapso de tiempo muerto: al final hay un corte seco en forma de elipsis. El protagonista y la mujer entran en la panadería: se han casado. Ahora nos toca a nosotros, al espectador, reconstruir la realidad, ese intervalo de tiempo que se nos ha omitido.