Lo admito: la unanimidad de público y crítica ante el nuevo film de Abdellatif Kechiche en la pasada edición del Festival de Cannes 2013 me despertó escepticismo, aunque me alegré por la Palma de Oro en un momento en que la derecha francesa volvía a cargar contra el matrimonio homosexual. Sí, lo admito, porque los elogios, también unánimes, apuntaban hacia la hermosa y dura historia de amor entre dos mujeres y a esa larga secuencia de sexo explícito. Dudaba, porque la gran mayoría de películas de temática lésbica se centran en el descubrimiento de la identidad sexual, apartando así la mirada de la relación de pareja, y las escenas de sexo o se omiten o parece que cuando follan no follan, sino que se dedican un festival de caricias interminables, todo con un barniz de discreción aburrido e inverosímil. No quise saber más y esperé.
Pero lo admito también: la espera ha merecido la pena y ha disipado mi desconfianza. Con La vie d'Adèle - Chapitre 1 & 2 (2013), basada en la novela gráfica Le bleu est une couleur chaude, de Julie Maroh, se marca un punto y aparte en el cine lésbico, con una estructura partida en dos capítulos que radiografía toda una relación sentimental y nos atrapa en una telaraña infinita de emociones.
Adèle es una joven estudiante de literatura, desconcertada, que no sabe qué sentir o si aquello que siente es lo que quiere o debe en su entorno social. Un valle de lágrimas y dudas en una latente crisis de identidad sexual. Hasta que se cruza con Emma, una estudiante de Bellas Artes con el pelo azul, un soplo de aire fresco que confirma sus inquietudes sexuales. Kechiche ya había mostrado su interés por la juventud de los suburbios, la educación y las relaciones amorosas adolescentes en su admirable La escurridiza, o cómo esquivar el amor (L’esquive, 2003), siempre con cámara en mano enganchada a los personajes. No le interesa el escenario, sí la verdad física y personal. Con La vida de Adèle ahonda en su estilo y la piel se convierte en la protagonista del film. Y no hablo de sexo, sino de la sensibilidad de gestos, de miradas y sonrisas iluminadas por el cálido sol del atardecer, de caricias. Pero luego está el sexo, y a Kechiche no le tiembla el pulso a la hora de seguir grabando con la misma honestidad y belleza el cuerpo. Al fin sexo creíble y no almibarado entre mujeres. Aún más: la intensidad de las imágenes, alejadas de la exposición pornográfica o gratuita, permanece grabada a fuego; una intensidad necesaria para abrazar la segunda parte del film.
Porque pasa el tiempo, que todo lo barre, y el enamoramiento, la seducción y la excitación dan paso a la desconfianza, los celos, el llanto, la incertidumbre, la ansiedad, la incomprensión, la soledad. Pasa el tiempo y Kechiche sitúa a sus protagonistas en ese estado de madurez ineludible, donde la luminosidad de los primeros días empieza a apagarse y la relación se tambalea poco a poco. El recuerdo del erotismo y la pasión queda atrapado en los cuadros de Emma, con una omnipresente Adèle. Pero donde hubo fuego, quedan cenizas. Reducir la película a las escenas de sexo, por su revolucionaria sinceridad, es simplista, pero no valorar la grandeza de las mismas en el conjunto de la historia y de la película es aún peor y supone no comprender la profundidad de esta relación sentimental. Sin la entrega total de los cuerpos femeninos al placer (unas maravillosas y sacrificadas Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux), la desgarradora secuencia del reencuentro en el bar, donde la sangre bombea todo el cuerpo y la cámara de Kechiche recorre manos, labios, lenguas, no nos golpearía con la misma fuerza. Se perdería el sentido y la esencia de esta relación amorosa. Pero no hay vuelta atrás: el tiempo desgasta y sentencia un final irremediablemente doloroso.
Ha pasado tiempo desde Cannes y parece ser que ahora, tras unas declaraciones de las actrices, la intensidad del film se traslada a la vida real con unas recriminaciones hacia Kechiche. Nos importa bien poco y no empaña en nada la grandeza del film. Seguirá pasando el tiempo y la cisura que provocará ver La vida de Adèle será comparable a escuchar Avec le temps, esa chanson de Léo Ferré aunque interpretada por Abbey Lincoln. Con el tiempo, todo se va, todo se va. Y la vida sigue.
Crítica publicada el 30 de noviembre de 2013 en Contrapicado, Revista Digital de Cine.
Adèle es una joven estudiante de literatura, desconcertada, que no sabe qué sentir o si aquello que siente es lo que quiere o debe en su entorno social. Un valle de lágrimas y dudas en una latente crisis de identidad sexual. Hasta que se cruza con Emma, una estudiante de Bellas Artes con el pelo azul, un soplo de aire fresco que confirma sus inquietudes sexuales. Kechiche ya había mostrado su interés por la juventud de los suburbios, la educación y las relaciones amorosas adolescentes en su admirable La escurridiza, o cómo esquivar el amor (L’esquive, 2003), siempre con cámara en mano enganchada a los personajes. No le interesa el escenario, sí la verdad física y personal. Con La vida de Adèle ahonda en su estilo y la piel se convierte en la protagonista del film. Y no hablo de sexo, sino de la sensibilidad de gestos, de miradas y sonrisas iluminadas por el cálido sol del atardecer, de caricias. Pero luego está el sexo, y a Kechiche no le tiembla el pulso a la hora de seguir grabando con la misma honestidad y belleza el cuerpo. Al fin sexo creíble y no almibarado entre mujeres. Aún más: la intensidad de las imágenes, alejadas de la exposición pornográfica o gratuita, permanece grabada a fuego; una intensidad necesaria para abrazar la segunda parte del film.
Porque pasa el tiempo, que todo lo barre, y el enamoramiento, la seducción y la excitación dan paso a la desconfianza, los celos, el llanto, la incertidumbre, la ansiedad, la incomprensión, la soledad. Pasa el tiempo y Kechiche sitúa a sus protagonistas en ese estado de madurez ineludible, donde la luminosidad de los primeros días empieza a apagarse y la relación se tambalea poco a poco. El recuerdo del erotismo y la pasión queda atrapado en los cuadros de Emma, con una omnipresente Adèle. Pero donde hubo fuego, quedan cenizas. Reducir la película a las escenas de sexo, por su revolucionaria sinceridad, es simplista, pero no valorar la grandeza de las mismas en el conjunto de la historia y de la película es aún peor y supone no comprender la profundidad de esta relación sentimental. Sin la entrega total de los cuerpos femeninos al placer (unas maravillosas y sacrificadas Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux), la desgarradora secuencia del reencuentro en el bar, donde la sangre bombea todo el cuerpo y la cámara de Kechiche recorre manos, labios, lenguas, no nos golpearía con la misma fuerza. Se perdería el sentido y la esencia de esta relación amorosa. Pero no hay vuelta atrás: el tiempo desgasta y sentencia un final irremediablemente doloroso.
Ha pasado tiempo desde Cannes y parece ser que ahora, tras unas declaraciones de las actrices, la intensidad del film se traslada a la vida real con unas recriminaciones hacia Kechiche. Nos importa bien poco y no empaña en nada la grandeza del film. Seguirá pasando el tiempo y la cisura que provocará ver La vida de Adèle será comparable a escuchar Avec le temps, esa chanson de Léo Ferré aunque interpretada por Abbey Lincoln. Con el tiempo, todo se va, todo se va. Y la vida sigue.
Crítica publicada el 30 de noviembre de 2013 en Contrapicado, Revista Digital de Cine.
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