La balada que presentó Friedrich Wilhelm Murnau en Hollywood en 1927 bien podría desvincularse de la industria cinematográfica norteamericana si no fuera por la exigencia comercial de su happy end. En Amanecer, Murnau baila con el expresionismo y el simbolismo del cine alemán para moverse en los aspectos más sórdidos del film. Su mejor secuencia: el encuentro entre El Hombre y La Mujer de la Ciudad, y la proposición de La Mujer de la Ciudad a El Hombre.
El Hombre se aleja de su granja y se adentra en la noche pantanosa. Un travelling le sigue por detrás. La luna acecha sus pasos, que se pierden en la niebla. Sabemos que está dejando atrás sus días felices, junto a su Mujer y a su hijo, para perderse con La Mujer de la Ciudad. Le seguimos, sigilosamente: avanza bordeando el pantano, tuerce en un árbol, salta una valla y, ahora, camina hacia nosotros. En este punto la cámara decide abandonarle: gira hacia la izquierda y el travelling se sumerge en la vegetación hasta desembocar en un claro. Ahí está La Mujer de la Ciudad, esperando bajo la luna, vestida de negro y con una flor en la mano. La cámara se queda fija y encuadra la espera. Cuando ella cree escuchar pasos, tira la flor y se empolva. El Hombre entra por un lado, ambos se miran y se besan.
Cuando Murnau decide realizar este giro de cámara, está cambiando sutilmente el punto de vista, pasando de la primera a la segunda persona. Al inicio de la secuencia, somos El Hombre ―seguimos sus mismos pasos―. Cuando la cámara decide abandonarle y desviarse hacia el claro, donde se produce el encuentro, nosotros quedamos relegados a un segundo plano y se nos concede tan solo el placer de la observación. Nos convertimos así en voyeurs del adulterio y ese somos pasa a sois.
A orillas del pantano, La Mujer de la Ciudad quiere que El Hombre deje a su Mujer y huya con ella a la ciudad. Le hace una proposición y leemos en los intertítulos: “¿Se podría ahogar?” Las letras se desvanecen, como si cayeran al agua, y se nos muestra el plan: tirar a La Mujer de la barca; él se salvará con unos juncos. El Hombre, escandalizado, se niega, pero la capacidad de persuasión de La Mujer de la Ciudad es infinita. Volvemos a leer: “¡Ven a la ciudad!”, con un grafismo mayúsculo y terrorífico. Y en el cielo empiezan a proyectarse imágenes de la metrópoli: luces, baile, música. La felicidad está allí y ahora. El Hombre parece resuelto en su propósito. Somos cómplices de la conspiración a la que tan solo le falta el adjetivo apropiado: La Mujer de la Ciudad pisa la tierra y sus zapatos se impregnan de barro.
Murnau da vida a los intertítulos, que casan con la estética de las imágenes, juega con un cielo metacinematográfico, donde se sobreimpresionan imágenes en un montaje encadenado que revela la felicidad, y nos sumerge en lo repugnante de la proposición a través del barro que pringa los pies de La Mujer de la Ciudad. La secuencia se cierra con un plano general: bajo la luz de la luna y rodeados de una espesa niebla, ella arranca juncos para la salvación de El Hombre mientras él esconde su rostro, incapaz de afrontar el horror de su decisión.
Una sucia secuencia que podía anunciar el desenlace de la película. Pero no, ahí estaba William Fox para enderezar las intenciones últimas. Si bien su “final feliz” es más redondo en cuanto a guión ―ligado a los juncos como leitmotiv―, un final consecuencia de esta asquerosa proposición hubiera resultado más arriesgado. Y estimulante también.