Pollas, mamadas, pedos, alcohol, maricones, culos, polvos, drogas. Con Los amantes pasajeros (2013) parece que volvemos al Almodóvar de los años ochenta, al especialista en la comedia absurda, desacomplejada, hilarante y tremendamente escatológica. Aquella que levantaba odios y pasiones, más por su contenido moral que por su pretendida estilización kitsch, como provocaba en los setenta el cine de R.W. Fassbinder o el de John Waters, ambos referentes del director manchego. Pero sólo parece que volvemos.
Esta apariencia que sobrevuela todo el film tiene sus dos razones de ser: en una, el cine de Pedro Almodóvar ha ido ganando en estilización a lo largo de los años, creando un sello inconfundible ―su particular puesta en escena: el intenso uso del color, la ambientación hortera de los espacios y objetos, el vestuario, la elección de la música―, lo que hace de Los amantes pasajeros un cuadro pop-art, cercano a sus primeras películas más intestinales; pero en cambio, en la otra, ha perdido en frescura y fluidez, más si hablamos del género rey del director, y lo que en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón o en Mujer al borde de un ataque de nervios provocaba y hacía sonreír ahora resulta excesivamente ligero.
Los amantes pasajeros se desarrolla en un escenario principal ―el avión Chavela Blanca (¿o era Vargas?) de la compañía Península (Pe para los amigos)― y Almodóvar lo aprovecha hasta el último rincón: graba la cabina de los tripulantes, el espacio de los azafatos, la zona de los pasajeros business, con todo el colorido y protagonismo de la élite social (estafadores, asesinos a sueldo, jet set marbellí), y la zona de los pasajeros turistas, a oscuras y narcotizados. La división de espacios y de personajes es tan evidente como metafórica: quien maneja el cotarro va delante, el resto es la masa que le sigue. Y en esa línea se dirige la crítica de Almodóvar a la realidad española actual. Pero hay algo que aprovecha aún más que el espacio: el fuera de campo. Uno desde dentro: los lavabos, donde sucede lo íntimo. Y otro desde fuera: el aterrizaje forzoso del avión. En su lugar, decide grabar el vacío del aeropuerto ―uno de tantos de la geografía española― mientras escuchamos el estrepitoso ruido del descenso del avión. Algo baja en picado: ¿la crisis? Esto sí parece claro. El género, en cambio, es lo que falla. Desde la construcción coral de personajes hasta los diálogos, algo infalible en otras obras del director. No sé si es porque Javier Cámara no es Fabio McNamara o Lola Dueñas ―tan magnífica en Volver― María Barranco. O quizá porque falta Chus Lampreave como pasajera. No lo sé, pero las bromas se atascan, las conversaciones de caca-culo-pedo-pis y polla son de preescolar y las escenas de sexo hacen que mires hacia otro lado. El baile-pluma de los azafatos tampoco consigue alzar el vuelo, por más que con él se estrujen ingeniosa y graciosamente las posibilidades espaciales. Algo falla cuando en Volver (2006), su última comedia aunque trágica, había mucha más risa que en este avión. Una lástima que a una película que propone el petardeo desde una postura crítica ―y tan necesaria en el cine español― le acabe faltando el combustible.