Lo confieso: ocasionalmente veo los programas que se emiten en el canal de televisión “Crimen e investigación”, un canal con un tremendo tufo a prensa amarilla en cada uno de sus pseudodocumentales, que se mueven bajo el axioma de procurar el bien universal en una sociedad dividida entre buenos y malos, con unas sinopsis al estilo: “el bondadoso policía investiga el caso de la víctima, una encantadora joven, a manos de su asesino, un ser despreciable”. Con uno te entretienes, con dos empiezas a incomodarte, con tres apagas el televisor.
Sin tregua (End of watch, 2012), del director David Ayer, podría entrar tranquilamente en la parrilla de “Crimen e investigación”. La película sigue a pies juntillas el mismo patrón narrativo que sus programas: policías duros con corazón blando, malos pero que muy malos, desencuentros entre los primeros y los segundos, y una moraleja final donde se establece el orden natural: mueren policías, mueren malos, pero a la Justicia se le inclina la balanza mientras clava justamente su espada en el lado oscuro. La venda cae y tú, espectador, debes aprobar este orden. En resumen: maniqueísmo moralizante.
Ayer crea un prólogo: dedica la secuencia de persecución inicial del film a explicar, pero sobre todo a justificar, la función de un policía en boca del agente Taylor (Jake Gyllenhaal). Taylor y su fiel compañero de patrulla, el agente Zavala (Michael Peña) ―los dos protagonistas del film―, se rigen bajo la ley de Talión: “yo soy bueno, pero como me la juegues iré a por ti”. Irreflexivos y viscerales, acostumbran a tomar la ley por su cuenta, exponiéndose a diferentes peligros. Pese a ello, Taylor sentencia al final de su discurso inicial: “somos como tú”. Y Ayer abre la puerta a la compasión.
A partir de esta sensacionalista aclaración, somos espectadores del trabajo de los dos agentes, pero sobre todo de su faceta privada y bondadosa a través de una estructura ping-pong: secuencia laboral, secuencia personal, secuencia laboral, secuencia personal, que pretende reforzar la humanidad de sus dos protagonistas. Asistimos así, junto a Taylor y a Zavala, a una variedad de casos policiales que bien podrían dilatarse o acortarse, pues son dispersos y no tienen una coherencia interna entre los mismos a excepción de uno ―el de los hispanos contra los negros―, el más importante, que destaca por encima del resto. Hasta aquí el ping. El pong: las situaciones personales (amorosas, familiares) de cada uno de los agentes, que nacen de los momentos confesionario de los dos policías en el coche patrulla: que si mi mujer esto, que si mi novia lo otro, que si me caso, que si mejor no… Todo un partido de mesa arbitrado por una falta importante de profundidad en la construcción de los personajes, que acaban en un limbo entre lo arquetípico y lo complejo.
Llega el desenlace y, aunque con un efecto final no esperado pero tampoco original, ambos bandos (los buenos, los malos) acaban perdiendo. La película podría haber finalizado aquí. Pero no. Ayer, del mismo modo que había creado un prólogo, ahora quiere un epílogo: aparecen de nuevo los dos agentes en el coche patrulla y empiezan a reír y reír y reír sobre la primera relación sexual de Zavala con su mujer. Un epílogo banal y retrospectivo que no hace más que reafirmar el punto de vista efectista y partidario de su director.
Sin tregua es un producto de la cultura superficial (de encima) norteamericana que rinde culto al honor, la familia y las casas adosadas, pero sin olvidar la pistola bajo la almohada, lo que propicia una subcultura (de abajo) que desencadena en mercado: películas, noticiarios, revistas o programas de televisión como “Crimen e investigación”. Más claro: hablamos de la doble moral. Por eso, con una Sin tregua te entretienes, con dos empezarías a incomodarte, con tres saldrías del cine. La paciencia tiene un límite.
Reseña de Manohla Dargis: The New York Times
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Una película exploitation muscular y enloquecedora, embellecida por el estilo de cine de autor y sostenida en unas sólidas interpretaciones.