Una torre eléctrica en primer
plano. Un conjunto de casa modestas detrás. Ozu despliega la metáfora desde el
inicio: la modernidad impera en una pequeña comunidad nipona de los años 50. En
dicha afirmación se encuentran resumidos los temas de Buenos días (Ohayô, 1959) y del cine de Ozu por extensión: las relaciones
humanas, la sociedad nipona, la diferencia generacional. Todo respira
humanidad.
Yasujirô Ozu fue, junto a Akira
Kurosawa, uno de los grandes directores japoneses y del cine japonés (sobre
todo) de los años 50 y 60, cuando su obra tuvo mayor relevancia. Buenos días, una de sus últimas
películas, arranca con un conflicto generacional. En una de las familias de la
comunidad, los dos hijos pequeños piden insistentemente a sus padres un
televisor para el hogar. Los padres se niegan, exigiendo a los niños que dejen
de hablar tanto, por lo que los hermanos, en pleno arrebato, deciden iniciar una
simbólica huelga de silencio. “Hola, buenos días, buenas tardes, que vaya bien…”,
son las palabras que el hermano mayor recrimina al padre antes de enmudecer:
los niños hablan mucho porque exigen algo, pero los adultos hablan demasiado y no
se dicen nada.
La película sigue avanzando, con
los niños en silencio y los adultos sin tregua. Y de la misma manera que se
necesitaba un conflicto para avanzar, se necesita un punto de inflexión argumental
para que se produzca un equilibrio y se vuelva a la aparente normalidad de la
tranquila comunidad. El padre accede y compra a sus hijos el dichoso aparato.
Pero ¿qué le ha impulsado a hacerlo? El cambio de actitud resulta algo confuso:
la compra no parece adquirirse con plena voluntad, sino como acto de cortesía
hacia el vendedor, otro vecino de la comunidad. La
integridad del personaje (y por ende la de los adultos) se resquebraja —no hay
cabida para el maniqueísmo—, pero Ozu (¡grande!) siembra la ambigüedad de los
motivos con una sencillez pasmosa.
La sencillez de Ozu no es sólo
argumental, sino también formal. Parte de una bonita fotografía colorista, de
un movimiento estático de la cámara, de unos encuadres y de unos planos medios
y simétricos, en los que meramente emplea un ligero contrapicado hacia los
personajes —por su habitual modo de sentarse en el tatami—, de unas secuencias
largas y de un ritmo pausado, tranquilo. Por todo esto, la película destila
naturalidad, no hay artificio alguno, no hay pretensión. La música, de Tashirô
Mayuzumi, recuerda a las bandas sonoras de las películas de Tati, lo que otorga
cierto aire cómico al film: Ozu integra el fino humor —con los respectivos
apuntes escatológicos y sobre todo con ese niño, Isamu— como parte indisoluble
de los temas serios abordados.
Naturalidad, Tati, humor. Todo respira humanidad.
Buenos días resulta, en apariencia, una película banal que habla de
cosas banales y que se vertebra con la pataleta de unos niños. Sin embargo, tras
la sutileza argumental trasluce el trasfondo eterno: la palabra, la
comunicación (o la ausencia de la misma) entre personas y, en este caso, en una
comunidad nipona de los años 50. Cómo la cortesía impostada de los adultos
choca con el desparpajo espontáneo de los niños. Los pares antagónicos devienen
múltiples en toda la comunidad: el refinado trato social frente al interés
propio rebelde, las costumbres y la tradición frente a la modernidad y el
progreso, la integridad frente a la desfachatez, las apariencias frente a la
espontaneidad. Y el discurso frente al silencio.
Cuando los niños consiguen su
objetivo, el agua vuelve a su cauce y la comunidad torna a sus coartadas, a sus
parapetos sociales para no decir lo que realmente (se) quieren decir. De modo
que se cierra el episodio del conflicto generacional, pero persiste el
conflicto temático de la comunicación, del mismo modo que sigue la vida. “Hola,
buenos días, buenas tardes, que vaya bien…”.
- Estas fórmulas son el lubricante de la sociedad.
- Sin embargo, son inútiles para las cosas importantes.
- Esto es cierto.
- Tú eres un ejemplo vivo. (…) Tú la amas y no puedes decírselo. Le hablas de las traducciones, del tiempo… siempre de lo mismo. A veces hay que decir las cosas importantes.
A medio metraje, la madre del
maestro de los niños aborda el asunto con su hijo: él ama a la tía de los
niños y ésta parece corresponderle, pero ninguno de los dos es capaz de declararse al otro. Pese a esta
charla, la más lúcida y sensata de toda la película, en una de las últimas
secuencias de la película ambos jóvenes vuelven a encontrarse en el andén del tren: “Hola,
buenos días, buenas tardes, que vaya bien…”. Todo sigue igual. Todo respira
mucha humanidad.
Reseña de Carlos Aguilar
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Una de las últimas películas del gran Yasujirô Ozu, en la cual el autor recrea desde una perspectiva distendida los temas prioritarios de su cine, sirviéndose como motor argumental de la rebelión de dos niños contra los padres por la falta de televisor en el hogar. Con colaboradores recurrentes asimismo, a un lado y otro de la cámara, Ozu aquí divierte y emociona a partes iguales, mediante su sutilísima riqueza tonal y el perfecto dominio de la propuesta. Una película magnífica, que no desmerece de propuestas más graves de Ozu, nombre mayor en la historia del cine universal.