En un lugar de La Mancha

1 de julio de 2010

Leí una sinopsis de My Dinner With André (Mi cena con André, 1981)  y me apeteció mucho verla. Una cena, dos personajes entablando una conversación durante cerca de dos horas, abordando temas tan generales y comunes que van desde la profesión de los dos protagonistas, el teatro, hasta los problemas existenciales del ser humano. Un perfil de película que me gusta de entrada. Muy francés, con todo:bla, bla, bla, bla... Claro que, a su vez, estas obras son un arma de doble filo: o bien pueden resultar tremendamente interesantes y reflexivas o bien suelen provocar bostezos incontenibles.

Y, en mi caso, no pude contener algunos bostezos.Mi cena con André es una obra de estructura clara y teatral: un prólogo, una cena y un epílogo. Un prólogo en el que conocemos a unos de los personajes, Wallace (Wallace Shawn), un autor teatral que sobrevive como puede a su rutinaria vida neoyorquina, vida que comparte con su pareja sentimental, Debby. Lo seguimos desde su casa, nos montamos con él en el metro y llegamos al fin hasta el restaurante donde se ha citado con su antiguo colega del teatro, André (André Gregory), un hombre que fue un reputado director de escena. Durante este paseo con Wallace, su voz en off nos ha puesto en situación sobre sus propias expectativas acerca del encuentro. Una vez en el restaurante, asistimos a casi dos horas de charla entre los antiguos colegas. La película se cierra con un epílogo algo más breve que el prólogo: el restaurante se ha quedado vacío, sólo con los dos contertulios, el mismo Wallace coge ahora un taxi y se dirige de nuevo a su rutinaria casa y a su rutinaria vida con Debby. Pero concluye: "and I told her everything about my dinner with André".

Claro, el interés reside en La Charla. Se preguntarán: ¿de qué han estado hablando estos dos personajes? Básicamente, como ya apuntaba, hablan del ser humano. El que toma la palabra es André. Wallace, menos al final, se limita a escuchar y a estar o no de acuerdo con el monólogo de su colega, que llega a ser muy aborrecible. Se extiende en demasía hablando sobre la vida ascética que ha llevado estos últimos años, relacionándola con su punto de vista teatral. Es un monólogo que, de no ser por los contraplanos de Malle a Wallace, podría considerarse soliloquio. Al final de éste, la conversación empieza a tomar color: abordan el existencialismo humano, ese término tan basto como etéreo: la rutina, el dinero, la muerte y la vida, la soledad, la sociedad (y sobre ella un interesante paralelismo entre los campos de concentración nazis y la ciudad de Nueva York [1]). Y a raíz de este existencialismo se perfilan los dos personajes, que devienen arquetipos quijotescos: André, el hombre apuesto, filosófico, que intenta comulgar con sus pensamientos espirituales en la práctica; y Wallace, el hombre con los pies en el suelo que sobrevive como puede a su costumbrismo, pagando a regañadientes su colección de facturas. El planteamiento es interesante, pero resulta empalagosamente filosófico. Como dice Aguilar, es un alarde filosófico-estilístico que no me acaba de convencer, con un tufillo profundo. Se empiezan temas interesantes, pero no se cierran bien o se dejan en el aire, como dando por sentado la gravedad intelectual de los mismos. No siempre, pero suele ser la tónica general.

La película es profundamente rápida, no da tiempo casi al pestañeo, excepto en las escasas pausas de los protagonistas, que coinciden con el cambio de plato de la cena y que suponen, desde el punto de vista de la estructura de la película, los actos teatrales del guión cinematográfico. Supone también un duelo interpretativo entre los casi alter ego Wallace y André, artífices del propio guión que, un día, propusieron a Malle. Mi cena con André ha sido considerada por la crítica como una obra casi documental, en la que Malle no interviene y cede el protagonismo absoluto a la fuerza de la palabra y de la interpretación. Aun así, el director francés no se limita a dejar la cámara estática, sino que juega con el plano general, el medio, el primerísimo plano... Lo que no está cuidado es la fotografía, a veces muy neutra, otras muy viva: hay falta de raccord. Pero, en fin, tampoco parecía ser ésta una de las prioridades. Lo atractivo en Mi cena con André es el planteamiento y, muy entrada la noche, Don Quijote y Sancho Panza (aunque el símil reside sólo en los arquetipos). El resto de la velada se queda en agua de borrajas. Será ahora Debby quien coja el relevo y escuche de nuevo todos los interrogantes que se han ido planteando Wallace y André. Puede que ahora esa charla resulte más interesante, pero no podemos saberlo. Eso sería ya otra película.

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[1] Cómo Nueva York, la gran ciudad cosmopolita, se ha convertido en la prisión construida por sus propios presos, los cuales están orgullosos de ella, pero a la vez son víctimas de su Big Apple:



Reseña de Carlos Aguilar
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Dos personajes (llamados Wallace y André, como en la vida real), se citan para una cena. El uno es el autor teatral, el otro un director de escena. Y a lo largo de toda la película se establece un diálogo ininterrumpido que terminará por ser decisivo en la vida de ambos. Un alarde filosófico-estilístico, en tiempo real, y del todo absorbente. Película única, en todos los sentidos. 104 m. C.