Podríamos hablar de Shakespeare. Podríamos hablar también de Lope de Vega. Incluso, apurando, podríamos hablar hasta de Lorca ―por lo de las máscaras, digo. Las máscaras, las apariencias, los enredos amorosos y el azar, cuestiones a las que se han acercado, con sus respectivas distancias, estos tres autores en sus obras dramáticas.
Podríamos, digo, porque Viola (2012) parte de una escena de Noche de Reyes, comedia del autor inglés, y tomando la pieza como premisa se aborda el enredo temático de la comedia shakesperiana en la película. Pero ante nosotros no hay un escenario, sino una pantalla de cine y, lejos de encontrarnos ante una película teatral, en su sentido más plano ―cámara fija, plano general y actores representando una obra―, Viola se despliega como un puro ejercicio cinematográfico, en donde el fondo es (verbo copulativo) forma.
Podríamos, digo, porque Viola (2012) parte de una escena de Noche de Reyes, comedia del autor inglés, y tomando la pieza como premisa se aborda el enredo temático de la comedia shakesperiana en la película. Pero ante nosotros no hay un escenario, sino una pantalla de cine y, lejos de encontrarnos ante una película teatral, en su sentido más plano ―cámara fija, plano general y actores representando una obra―, Viola se despliega como un puro ejercicio cinematográfico, en donde el fondo es (verbo copulativo) forma.
¿En qué, dónde, cómo? Matías Piñeiro, su director, realiza una adaptación libérrima de Shakespeare y (des)monta el embrollo a partir de la puesta en escena. Siguiendo la pista de Violeta Kovacsics, crítica encargada de presentar el film, Piñeiro juega sobre todo con el tiempo y el fuera de campo, a la manera de Jacques Rivette en su cine (L’amor fou, La bande des quatre). Para el tiempo emplea el plano secuencia: lo dilata, y el acento recae en las actrices y en sus cuerpos, en cómo se mueven e interactúan entre ellas dentro del encuadre. ¿Quién dice qué a quién? Porque Piñeiro riza el rizo con el uso del primer plano, a veces centrándose en quien recita el texto, otras –más interesante– en quien lo recibe, como en el divertido plano secuencia de Viola en el coche, donde sólo vemos su reacción a los tejemanejes amorosos que le proponen las otras chicas para con su novio. He aquí un ejemplo del fuera de campo: no vemos a las maquinadoras, sólo las escuchamos, pues lo interesante es ver qué piensa Viola de todo este entramado, a dónde le llevará. O como cuando la misma protagonista reparte cedés con su bicicleta: ¿quiénes son los destinatarios? No les vemos, pero por los diálogos intuimos que se trata de antiguos novios. Y una vuelta de tuerca a este juego de máscaras: la idea de la repetición, que tiene su punto fuerte en el largo plano secuencia del ensayo teatral de las dos actrices: se desdobla el texto de Shakespeare, acercándolo a las intenciones de las chicas, lo que crea una tensión erótica con un desenlace, cortado. Pero el final-final tiene forma de musical, con Viola y su novio cantando una canción. Si la esencia de este género (el musical) es el baile entre la realidad y la imaginación, Viola realiza un cierre acorde a la naturaleza del propio film: pensemos de nuevo en las apariencias. ¿A qué realidad pertenece la canción?
No hay que precipitarse. Viola hay que dejarla reposar, para atar cabos, para apreciar que el azar y los enredos aparentes son fruto de un film medido y estudiado. ¿O es que acaso es casual que en la m de Metrópolis (el nombre de la empresa de Viola y su novio), serigrafiada en una patata, si le damos la vuelta, veamos la w de William? De Shakespeare, claro.