Viaje a ninguna parte

1 de noviembre de 2011

"El conformismo es un límite al conocimiento de la vida"
Luis Buñuel

El discreto encanto de la burguesía (1972) mantiene a mi juicio tres máximas: repetición argumentativa, narración ilógica de un tema concreto, y surrealismo y onirismo extremos.

Explicaba Jean-Claude Carrière -guionista y colaborador de Buñuel- en un reportaje de Luc Lagier, a propósito de El discreto encanto de la burguesía, que a Luis Buñuel le gustaba la idea de la repetición, la idea de insistir en una acción, de incidir en ella una y otra vez, quizá por la conciencia que tenía de sus fallos de memoria. Es, pues, de esta idea que nace la película: un grupo de burgueses intenta en un total de seis ocasiones iniciar una comida, pero siempre sucede algo imprevisible que impide que lleven a cabo la reunión: un malentendido, la muerte repentina del patrón del restaurante donde se disponían a cenar, la aparición del ejército militar o de la policía en casa de los anfitriones, un calentón a destiempo de estos mismos antes de la comida... Hasta aquí la repetición.

Lo que caracteriza a esta película de sinopsis en apariencia banal es sobre quién nos habla Buñuel y de qué manera lo hace. Los protagonistas: la burguesía, esa clase media acomodada, que baila entre dos aguas, con el quiero y no puedo como modus vivendi, que mantiene las apariencias en un microcosmos superficial. Buñuel, sin embargo, no juzga. Buñuel observa: un obispo metido a jardinero y a asesino, un ejército proclive a sustancias ilegales, un coqueteo con terroristas o unos empresarios traficantes. Unos intérpretes que deambulan, que sostienen conversaciones insustanciales, que se protegen los unos de los otros, que viven en un sueño de cartón piedra (de ahí una de las secuencias [1]). El modo: la inverosimilitud narrativa, que no la incoherencia argumentativa. Me explico: el director aragonés une secuencias inconsecuentes desde el punto de vista lógico-objetivo de la historia, pero, sin embargo, todas ellas, a la postre, están bien hilvanadas y guardan relación sobre lo que nos está contando, sobre el tema.

La diferencia entre narración y argumento resulta confusa, pero esa es una de las marcas del director aragonés, como ya hiciera en Bella de día. Confusión que llega a través de su máxima impronta: el surrealismo, con el onirismo como mecanismo principal. Así, los espectadores y los propios protagonistas confunden realidad y sueño. Nunca saben (sabemos) en qué estado se encuentran y la duda acecha constantemente. Una duda que Buñuel dibuja mediante la imposibilidad de llevar a cabo ninguna acción: no pueden comer, no pueden hacer el amor, no pueden tomar el té... Nada finaliza y todo vuelve a empezar. Y a ello se unen historias paralelas en las que aparecen muertos y fantasmas que regresan de aquel más allá. Una duda constante.

Todo resulta una fantasía colectiva. Los protagonistas pretenden evadirse de su realidad, tomar atajos para desviarla y despistarla, por eso sueñan constantemente. De ahí nacen las tres secuencias que Buñuel intercala a lo largo del metraje donde se ven a todos los encantadores burgueses avanzando por un camino hacia ninguna parte. Se encuentran solos, desprotegidos de su mundo ceremonial, caminando desorientados. Excepto al final, en la última secuencia, donde les vemos más rectos, más seguros y conscientes, dirigiéndose, según Luc Lagier, hacia su destino: la muerte.

[1]



Reseña de Carlos Aguilar
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Un grupo de burgueses intenta iniciar el rito social de celebrar una cena de matrimonios, pero cada vez que lo intentan ocurre algo que lo impide. Como siempre el humor de Buñuel es aquí negro y agresivo; seguramente su obra más surrealista de la última etapa. Obtuvo el Óscar a la mejor película extranjera en 1973.