Lo peor de À perdre la raison (2012) es llegar al final, por más que desde el inicio se anuncie el desastre y la película se convierta en un inquietante flash-back. Lo peor son esos dos últimos planos-secuencia, de una violencia sutil y escalofriante; un corte con bisturí, lento y profundo, sangrante.
No voy a desvelar nada.
Desde el principio, Joachim Lafosse, el director, te coge por el cuello y no te suelta hasta el final donde, lejos de liberarte, acaba apretando, lentamente y de golpe. Lentamente: en el penúltimo plano secuencia, con un regusto al Michael Haneke más clínico, las cuatro hijas van desapareciendo del encuadre cuando la voz en off de la madre las llama por su nombre, una a una. En el último, se nos muestra la fachada completa de la encantadora casa, desde la distancia, y la voz en off de la madre vuelve a aparecer, esta vez para hacer otra llamada, la última: el golpe final.
En À perdre la raison hay una importancia vital en el ritmo, que Lafosse marca en una primera parte a través de las drásticas elipsis. La vida de Murielle, la madre, pasa muy deprisa, sin control (el padre, por el contrario, se ausenta en ocasiones: viaja a Marruecos). De ahí que en la segunda parte predomine el plano-secuencia, para radiografiar el derrumbamiento de la mujer —una magnífica y perturbada Émilie Dequen—, cuando la vida pesa, atrapándola entre cuatro paredes. Una asfixia que —fuera del mal gusto por encerrarla en un simbólico kaftan— tiene su momento álgido en el estremecedor (y de nuevo) plano-secuencia del coche, de vuelta a su… hogar. Ahí se siente el peso psicológico: a medida que avanza la canción que está escuchando, que subraya su estado mental, se palpa la desgracia en un inmenso llanto. De nuevo en su casa, Murielle saldrá a comprar, pagará y robará sólo un objeto: el objeto de la catástrofe.
No desvelo nada, pero se puede intuir. Como cuando empieza À perdre la raison. A partir de ahí: un declive psicológico, un descenso a las catacumbas.