Bastos y cálidos campos

30 de junio de 2012

Se descubre ante nosotros un paisaje desértico. Un todoterreno recorre el camino polvoriento que se abre a su paso, habitado por algunos árboles frondosos a sus laderas. Nos mantenemos expectantes y algo perdidos, casi tanto como los pasajeros del coche que, desubicados, se dirigen hacia un pueblo, un destino casi incierto. Sólo oímos sus voces desorientadas. Tras preguntar a una lugareña, aparece un niño a un lado del camino:  

          - Hola. ¿Por qué llegáis tarde?

A partir de aquí, todo es un descubrimiento pausado: ¿Quiénes son estas personas que han viajado desde lejos? ¿Qué han venido a hacer a este pueblo? ¿Qué están esperando? Desde el principio tan solo hay una certeza: el protagonista es ingeniero. El resto: poco a poco, muy poco a poco, descubrimos que el resto de la cuadrilla de aquel todoterreno es un grupo de rodaje que ha viajado a un pueblo apartado, donde se encuentra una mujer mayor en los últimos días de su vida, a un suspiro de la muerte. La intención de la visita no es otra que la de grabar un reportaje sobre el rito funerario en un recóndito rincón de la región del Kurdistán Oriental. Pero aquel suspiro último se resiste y tendrán que esperar, de la mano de un niño que los guiará. Eso es todo, no hay más. 

Y no hay más para muchos, pero hay mucho más para otros. Que el director teheraní tiene una forma peculiar de hacer cine es indudable. Abbas Kiarostami propone una visión diferente y por ende discutible. Centrándonos en la película que nos ocupa, y como bien apunta Aguilar, a El viento nos llevará (1999) se le puede reprochar que sea “innecesariamente” larga, pues lo que nos cuenta en casi dos horas podría hacerlo en veinte minutos. Cosas del cine. Si no lo hace es por su particular forma de narrar: pausada, sosegada, sin prisas. Y así se toma casi dos horas en las que nos muestra la espera interminable del equipo, entrelazada con la irritante y constante repetición de acciones: las idas y venidas del ingeniero del pueblo a la colina para que su teléfono coja cobertura, el ingeniero afeitándose y discutiendo con sus compañeros, el ingeniero yendo a tomar té, el ingeniero paseando con el niño... No pasa nada más, no hay apenas diálogos, tan solo conversaciones (algunas) un tanto lapidarias. Todo es una eterna espera, pero tras esta espera Kiarostami realiza una radiografía autóctona, existencial, cotidiana de un pueblo, rodeado siempre de unos bellos paisajes, y dota al film de una cierta poesía jugando con las metáforas y los símbolos ‒la muerte de la tortuga o el hueso corriendo río abajo al final del film‒. Por todo ello, El viento nos llevará puede llegar a ser muy sugestiva, pero no por la duración de la cinta. Y no por la duración en sí, sino porque en ella falla la tensión y ese suspense creado desde el inicio se va diluyendo a medida que pasan los minutos.

El cine de Kiarostami, debido a su particular punto de vista, puede gustar más o menos (o nada). A nosotros no nos acaba de convencer. El sabor de las cerezas (1997), su anterior película, se mantenía en la misma línea que El viento nos llevará, aunque partía de un metraje más corto, el ritmo estaba mejor logrado y la anécdota de la cinta resultaba más interesante, con la temática de la muerte igualmente presente. El final dejaba un poso muy amargo. El viento nos llevará, por el contrario, despierta más de un bostezo y el único recuerdo que conservamos al final son esos bastos y cálidos campos del suroeste asiático. Quizá sólo pretendía eso. De ser así, nada que reprocharle.




Reseña de Carlos Aguilar
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Una de las muy personales, contemplativas y auto-contemplativas, películas del iraní Abbas Kiarostami, igualmente guionista y coproductor, si bien aquí radicaliza sus postulados, en todos los órdenes y empezando por dilatar la duración innecesariamente, con la seguridad que confiere la aceptación internacional. El protagonista es un ingeniero, que llega, encabezando su equipo de trabajo, a una zona del Kurdistán, con objeto de cumplir su cometido.